viernes, 26 de octubre de 2012

SALVADOR LOYA VILLALOBOS NO SE OLVIDA




           GAMBUSINO


Entre las cenizas de tu cuerpo   
cribo,
busco,
encuentro dos esmeraldas:
tus ojos;
y en las cuencas vacías de tus deudos
las coloco.       

Destello,
ahora luz:
de las piedras preciosas en sus ojos.
                                 



Poema dedicado a Salvador Loya Villalobos al cumplir dos años de vida. Ahora es tierra, agua, aire y fuego: energía cósmica flotando en el universo.
Salvador vive, porque su corazón late en el infinito.




                                                                      MDT. RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                      26 DE OCTUBRE DE 2012
                                                                      HERMOSILLO, SONORA.










viernes, 3 de agosto de 2012

EL PERIÓDICO


El tío Ramón se levantaba a las cinco de la mañana, preparaba café y se disponía a esperar al muchacho que entregaba el periódico. Con él en la mano se encaminaba a su sillón preferido y no se movía de allí hasta que la tía Alicia lo llamaba para comer. Después salía a la cochera y recogía la edición vespertina del Universal, volvía a su sillón, se arrellanaba en él y continuaba tejiendo sus ideas con el hilo de las grafías y la aguja de su mirada. Sólo dejaba de leer hasta que la noche entraba por la ventana y arropaba las pequeñas niñas de sus ojos. La tía no soportaba esta rutina, las pocas veces que conversaban, por lo regular a la hora de tomar los alimentos, la fuerte voz del tío llenaba la cocina de acontecimientos y opiniones; el mundo caía desgajado sobre el mantel y su análisis era la sobremesa. La tía era la imagen del silencio porque Ramón Santiago, que así se llamaba el tío, sólo la usaba como caja de resonancia para sus alocuciones. La tía Alicia no articulaba palabra alguna, solamente se concretaba a mirar las verdes pupilas de su esposo.

La tía desarrollaba sus labores con la mirada hacia dentro y el quehacer de la casa no era suficiente para extraerla, a tal grado, que el tío la sorprendió lanzando tortillas calientes por la ventana en lugar de colocarlas en la cesta de bejuco adecuada para éstas. Las carcajadas de su marido la hicieron llorar varios días hasta que la tristeza sufrió su metamorfosis y el rencor aleteó sobre la humanidad de Ramón Santiago. Comenzó a manifestar a través del lenguaje corporal primero y después en sus dislates, una recalcitrante animadversión hacia el tío que trataba de disminuir rezando el rosario. Dado el grave estado anímico asociaba el instrumento de oración con el ancho cuello de su consorte.

Para el tío Ramón lo único importante era leer el periódico, las extrañas actitudes de su esposa no lo inquietaban, al contrario, reía cuando hacía muecas a la hora de servir la mesa y el rosario zumbaba entre sus dedos; era tan fuerte la fricción, que a veces, las cuentas caían en la sopa del tío quien se limitaba a sacarlas con la punta de la cuchara y no externaba reclamo alguno porque la presencia de ella era solamente física. La inestabilidad emocional de la tía Alicia se fue deteriorando hasta que en sus ojos asomó la demencia y un velo opaco cubrió sus pupilas.

Ramón Santiago seguía leyendo compulsivamente, pero como no tenía quién lo escuchara, empezó a platicar con los editorialistas del periódico. Al inicio, la conversación era prudente, respetuosa, pero al pasar los días los desacuerdos se agudizaron y las discusiones derivaron en la violencia; el tío terminaba vociferando y el diario descuartizado sobre el piso. El encono duraba horas hasta que en la noche sus párpados, como telones de piel, atenuaban la tortura. Los vecinos pensaban que don Ramón había enloquecido porque sólo lo veían salir por el periódico, y en cuanto entraba a su casa, comenzaba a levantar la voz; ya no escuchaban los rezongos de doña Alicia y su figura no la habían vuelto a ver en el exterior de la vivienda. Intuían algo grave porque la rutina no era la misma y un raro olor escapaba por las ventanas.

La tía dejó de preparar los alimentos nueve días atrás. La cocina estaba repleta de trastes sucios y la inmundicia crecía sin ningún control; lo único limpio era el banquito en donde se sentaba a manipular su rosario, no para contar sus oraciones, sino que lo abría y cerraba como si quisiera aprisionar la causa de su desgracia. En un instante observaba el cuello de Ramón Santiago estirándose, retadoramente, ante un interlocutor imaginario; en otro, los ojos volvían a su periplo interior y el rostro se petrificaba. El tío permanecía sentado en el desvencijado sillón la mayor parte del tiempo, sólo se ponía de pie cuando el argumento del periodista lo provocaba para una fuerte polémica; si esto sucedía el tío Ramón saltaba de su asiento, inclinaba el torso y con el puño golpeaba el aire como si quisiera romper la cara y con ella las ideas de su adversario. Los reveses de los articulistas abrieron serias grietas en el cerebro del tío, las neuronas comenzaron a unirse y el chisporroteo de luces apagó su razonamiento. La cocina y la sala eran el escenario de tan grotescas acciones porque el resto de la casa había desaparecido para ellos.

Fueron los vecinos los que descubrieron que don Ramón estaba muerto. Lo habían visto por la ventana de la sala casi acostado sobre el sillón, con los ojos saltones, la boca bien abierta, la lengua hacia fuera y las manos crispadas en el periódico; la pierna izquierda estaba doblada para atrás tocando el sillón y la derecha estirada en línea recta apuntando a la cocina. El murmullo se elevó, se sacudió en el aire y la noticia cayó sobre los habitantes de la colonia y convirtió la casa de los ancianos en un inmenso panal. La gente diseminó el rumor, calle por calle, hasta que llegó a la estación central de la policía en donde se enteraron de la extraña muerte de don Ramón y que presentaba marcas en el cuello como si fuera una fina cadena la que le quitó la respiración para siempre.

Los peritos llegaron al lugar de los hechos para registrarlo; el zumbido de los curiosos al hacer sus comentarios era ensordecedor y se movían de una ventana a otra como un enjambre. El responsable de la investigación ordenó  retirar de inmediato a todos e iniciar la meticulosa labor. Los agentes recorrieron las habitaciones en busca de detalles que iluminaran la oscuridad del caso; pero a pesar de sus esfuerzos sólo encontraron la presencia física de la tía Alicia, el cadáver del tío Ramón y cuentas de rosario por todos lados. La cruz brillaba muy cerca del pie derecho de Ramón Santiago.

Cuando el detective en jefe estuvo frente a la tía le pareció ver, a través de dos fríos escaparates la silueta del homicida; le habló al oído, luego más fuerte y al final preguntó a gritos por qué lo había matado. La tía Alicia deglutió como si quisiera mantener la conciencia atada a sus entrañas, pero ésta comenzó a subir hasta que apareció en sus ojos convertida en agua; limpió su rostro, levantó la cabeza y una severa mirada le constriñó el alma. Loya  preguntó de nuevo y, la respuesta cargada de locura, se estrelló en la lógica del comandante que volvió a percibir imágenes increíbles en los húmedos cristales de doña Alicia; pero éstas fueron desapareciendo, junto con la razón, en los pequeños resumideros de sus ojos.

El investigador reunió a sus hombres y les contó la confesión de la tía en el momento de lucidez:

“La discusión fue terrible, los golpes demoledores de Ramón Santiago destrozaban las ideas de los periodistas, y en lo más violento de la pelea, las líneas negras del periódico se deslizaron como serpientes formando una cadena, se enredó en el cuello del tío y se fue apretando hasta dejarlo sin aliento. La tía Alicia asegura que fueron los editorialistas los asesinos de su marido y que el rosario se rompió cuando el tío suplicaba que lo defendiera”.

Los subalternos rieron hasta el dolor, se tocaban el abdomen y se inclinaban como si hicieran reverencias ante lo inverosímil, pero al ver el rictus de su jefe, transformaron rápidamente la burla en seriedad. El comandante Loya dio unos pasos, rodeó la cruz, desenredó el diario de la mano del tío y lo hojeó buscando algún indicio. En la página central, detuvo su mirada, sus manos se paralizaron y el blanco total eliminó la duda. Con lentitud, giró el periódico hacia los subordinados que, al verlo, abrieron la boca sorprendidos.












                                                                                 RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                                  Mayo de 2005
                                                                                  Guaymas, Sonora.


domingo, 27 de mayo de 2012

EL OTRO



Se miró fijamente.
Los ojos se incrustaron en los ojos y formaron una esfera de luz. La sombra se reflejó en la pared como si fuera un sueño, pero el espejo recogió la figura repitiéndola por toda la habitación. El Otro cobró vida, se asomó por la ventana y salió a recorrer el mundo.

El Otro se dio a conocer muy rápido en la comunidad. El Otro habló con los otros: Las palabras se cruzaron en una batalla verbal en donde los términos chocaron, sonaron e iluminaron maravillosamente; la brillantez de pensamiento, la facilidad de palabra y el vaivén de su mirada fueron suficiente para que los otros cayeran en una especie de letargo por la impresión. La neblina, producto del fragor del combate, comenzó a flotar en el ambiente como una almohada repleta de sueños para ellos. El pueblo se durmió. El Otro tomó su botín de guerra, lo metió en su morral y emprendió el camino hacia lugares más poblados.

Llegó a las afueras de la capital; desde un montículo observó la gran actividad de los otros; la ciudad parecía un gran hormiguero en su constante movimiento. El Otro observó detenidamente, estableció estrategias y decidió atacar esa misma tarde. Pensó que lo mejor sería un ataque sin cuartel a las escuelas, después se lanzaría sobre el Palacio de Gobierno y por último tomaría la Plaza de Armas. Apretó su morral, se deslizó por la ladera hasta llegar a una casa abandonada, volvió a hacer cálculos, corrió tres cuadras y se introdujo a la primera escuela.

El Otro se dio cuenta que los niños estaban disfrutando del recreo cuando se vio rodeado y se le quedaron viendo. Abrió la boca, dejo salir las palabras más hermosas del arsenal de su cerebro, con tan certero tino, que a cada pequeño le perforó el corazón. Los niños quedaron tendidos en el patio con una flor de flores en el pecho. Sigilosamente el Otro tomó por asalto la sala de maestros, quienes al ver la acción, respondieron con su más bella artillería. La contienda fue extraordinaria: Las palabras silbaron por todas partes, se estrellaron en las paredes y en el techo; se incrustaron en las mesas y en las sillas donde se atrincheraron los profesores y al estallido de los signos lingüísticos, los fonemas, como esquirlas musicales, se clavaron en los oídos de los defensores dejándolos fuera de combate de inmediato. El Otro observó detenidamente a los derrotados, los movió con la punta del pie y se aseguró de que estuvieran totalmente dormidos. Salió del recinto adormecido por la eufonía de la pelea.

La misma historia se repitió con sorprendente exactitud y los niños, jóvenes y maestros de la ciudad quedaron sumidos en el resplandor de los sueños. El Otro pasó toda la noche en la biblioteca de la última escuela recargando sus armas, se aseguró que el botín estuviera en su lugar y preparó cuidadosamente el ataque al Palacio de los Poderes.

A la mañana siguiente, el Otro enfiló con alegría hacia su objetivo y, en rápida maniobra, sorprendió a las fuerzas defensivas de los otros, quienes se percataron del asalto, hasta que en el patio central los ciudadanos quedaron regados en el piso tintos en su propio sueño; la potencia de la voz, la carga semántica de los vocablos acompañados de expresiones y susurros de baja intensidad mataron los primeros insomnios. En fracción de segundos subió las escaleras disparando a quemarropa, tan rápido, que los otros sólo percibían el tableteo de las palabras y, después, el significado en el cerebro provocándoles el sueño de inmediato. El Otro libró una lucha vocablo a vocablo con los otros hasta que los fue doblando, poco a poco, y los dejó colgados en sus propios huesos soñando para siempre. El Mayor de los otros, totalmente adormecido, trató de defenderse amartillando su lengua, pero sólo articuló un chasquido y cayó de bruces sobre el escritorio roncando estrepitosamente. El Otro abrió el morral, introdujo el botín, lo cerró para que no escapara y comenzó a bajar las escaleras; eran tan profundas sus heridas, que los escalones quedaron iluminados por gotas de sueños y, en cada rellano, pequeñas charcas marcaron su camino.

Cuando salió, el sol parecía prendido en el pararrayos de la iglesia, entonces se dio cuenta de las horas que había pasado dentro del palacio y decidió descansar un rato. Se sentó en un viejo tocón y contempló cómo el oro se partió en dos y, luego, se desvaneció hecho polvo entre los árboles de la Plaza de Armas. La penumbra se abrió paso y en los ojos del Otro cayó la noche; las primeras estrellas se reflejaron en la luna negra de sus pupilas y le dieron fuerza para levantarse. Caminó una cuadra y subió hasta llegar al centro de la plaza en donde el asta, como un enorme lápiz, tachonaba el cielo. El silencio era absoluto; el Otro pronunció una palabra de cuatro fonemas, la tomó con la mano izquierda, la ató a la cuerda y empezó a subirla hasta que llegó al tope y, ahí, dejó que el viento la meciera en todo lo alto como una radiante señal de triunfo. Desde arriba, sólo se veía el rastro de sueños que dejó.

El Otro contempló la noche; la imagen de la victoria iluminó la oscuridad de sus ojos y las estrellas, como signos de puntuación, ordenaron sus pensamientos. Las huellas de los sueños le indicaron el camino y bajó por la fulgurante vereda hasta llegar a los límites de la capital. El Otro se balanceaba sobre su propio eje producto de las sonoras ojivas de sus enemigos y empezaba a recibir en su cerebro, intermitentemente, sueños de todos tipos. Se dormía por instantes y, luego, despertaba; los sueños se engarzaron con la realidad y, en esa contradicción, fue armando su propia historia.

Después de noches y días de lucha llegó a las afueras del pueblo que lo vio partir; el sueño de los habitantes estaba por todas partes. El Otro sintió el impacto en pleno rostro y comenzó a sentirse sin fuerzas para seguir. Como pudo llegó a su casa, se metió por la ventana y cayó de espaldas formando una cruz sobre la cama. Empezó a hablar en voz baja, el diálogo consigo mismo cobró fuerza y escenas de su vida aparecieron proyectadas en el techo de la habitación. El monólogo se hizo más intenso, de pronto, los ojos de Él irrumpieron a mirada calada en sus silencios causando estragos en su soliloquio. El Otro siguió hablándose hasta que el sueño se fue metiendo en sus entrañas y quedó soñando eternamente. No escribió la nota acostumbrada en estos casos sólo mantuvo su mano izquierda aferrada a la bolsa de sus victorias.

Él contempló el final, se acercó al lecho y con el dedo índice y pulgar de la mano derecha le abrió los ojos, tomó el morral con la mano izquierda, revisó el contenido, lo colgó en su hombro y salió por la puerta a conquistar el mundo.






                                                                             RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                              Diciembre de 2004
                                                                              Guaymas, Sonora.

viernes, 27 de abril de 2012

A DOS VOCES

                            A Eustaquio Celestino

Abierto el corazón por la garra del jaguar
tensa la lengua
el quetzal madura su voz;
grita en el árbol de la vida
y su larga nota cuelga,
como fruto prohibido,
en el calendario azteca.                

Mi voz  asciende por su canto
serpiente etérea,
muerde los quiebres del quetzal
y se deshace;
mi voz, aliento en pena,
en el  verde plumaje del fantasma.

En el templo mayor
el quetzal arrastra su cadencia
y su canción se diluye con el viento;
mi voz,
lamento y sombra,
desaparece.
    
Dos voces,
un solo canto:
El silencio
                                                               

                                                                           RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                            24 de abril de 2012
                                                                            Hermosillo, S

jueves, 5 de abril de 2012

SUEÑO DE MEDIODÍA

Introduje la llave en la cerradura, le di dos vueltas y la puerta se abrió de un solo golpe. El sol reventó en mis pupilas y las astillas de luz se clavaron en la oscuridad de la sala. De reojo, vi cuando una de ellas se estrelló en el retrato de Arlén y, en ese momento, caí en cuenta que me observaba; fue como si el sol de mediodía hubiera encendido sus enormes ojos, que como teas, contagiaron el fuego a la vieja leña de mis recuerdos. Cerré la puerta, me paré frente a la fulgurante imagen y los troncos se apilaron hasta conformar una prodigiosa hoguera, donde lenguas de fuego, paladearon el sabor de la nostalgia. Los recuerdos crepitaron, se retorcieron y los rescoldos se acumularon en las diminutas alforjas de mis ojos.

El calor de las brasas inició el incendio: las pupilas, las córneas, las pestañas, las cejas, el pelo se fueron quemando poco a poco y, el aire de la tarde, hizo que las pavesas brincaran a otros puntos de la sala. El fuego se extendió al comedor, a la cocina, al baño y a las tres recámaras; se concentró en el closet, donde dormían los objetos personales que Arlén dejó. El pequeño lugar estalló en llamas y los vestidos, zapatos, almohadas, collares, cocos e indumentaria hawaiana se evaporaron convirtiéndose en pequeñas nubes.

La lluvia apareció. Los relámpagos iluminaron la celda de la melancolía; los truenos reventaron las bolsitas repletas de líquido y comenzó el diluvio. El agua bajó por las paredes, corrió por el piso, rodó por los restos de la casa buscando una salida y se escurrió por puertas y ventanas; saltó al jardín, acarició a las calcinadas flores y se fue por calles y avenidas inundándolo todo. Los transeúntes que a esa hora recorrían la ciudad no se asustaron, al contrario, comenzaron a chapotear y a mojarse unos con otros hasta que percibieron una extraña sensación de desconsuelo y sintieron ganas de llorar. Lloraron toda la tarde y aumentó tanto el nivel del agua, que pronto se dieron cuenta que se estaban ahogando. Nadaron tan fuerte que los hilos de agua se enredaron en sus cuerpos, entonces, el río los cargó sobre su espalda y los arrojó al mar. El agua se mezcló con el agua sin diferencia alguna y los fardos, anudados por la crecida, se incrustaron como semillas entre los surcos del océano.

El sol calentó la líquida parcela, haló de los cabellos al vapor de la nostalgia y, con ígneo golpe, la convirtió en enormes nubes que originaron la tormenta; el viento movió la melancolía de un lado a otro y llovió sobre la lluvia hasta que la simiente abrió su coraza y germinó la tristeza.

La ciudad se convirtió en el fruto; desde lo alto de los cerros se veía como una inmensa flor metálica que, al desaparecer la lluvia, quedó como un ojo de muerto mirando el atardecer. El ojo vio mis ojos y mis ojos miraron los de Arlén.

La ciudad se convirtió en cristal.








                                                                                RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                                Noviembre de 2003
                                                                                Guaymas, Sonora.



domingo, 18 de marzo de 2012

ATARDECER

Levanto Los brazos
y con las manos descuelgo la tarde
bajo el sol
lo exprimo
y dibujo una mueca enorme
carcajada hirviendo
(mariposa de lava)
sobre la arena
en la estera de la tarde
duermen crisálidas de piedra.
                                                                                 

                                                                        

                                                                                      

                                                                          Ramón Santoyo Durán
                                                                           3 de octubre de 1993
                                                                           Guaymas, Sonora.
                                                                            

VOCES

Silencio amartillado en la sien de la memoria
en el corazón de la lengua
en el pulso de los dedos
grita
la voz sin voz
llora
la voz sin vos
tiembla
la voz sin voces
sin voces
la voz sin boca
invoca
y el disparo es mortal.


                                                                                


                                                                           Ramón Santoyo Durán
                                                                           4 de julio de 1992
                                                                            Guaymas, Sonora




martes, 28 de febrero de 2012

CON LOS PIES EN EL SUEÑO

Hoy comí sol.
Es increíble el sabor que tiene: dulce y delicado. Sentí un calorcito agradable y lo consumí hasta que no pude más. No cabe duda, es el mejor alimento, pero en exceso provoca enormes indigestiones de luz. Por la tarde, comenzaron las consecuencias: cosquilleo por todo el cuerpo, aleteo en el estómago y un deseo incontenible de evacuar; pero al mismo tiempo, fuerza y vigor insuperables. No sé en qué momento inició la náusea, lo curioso es que no sentí asco de ninguna especie. Regurgité, el buqué de la luz invadió mi cavidad bucal. Sin molestias, el vómito fluyó y un olor exquisito invadió la habitación.

Hueles, resplandeces, disfrutas, sonríes. Te sientas, observas. Corres hacia la cocina, traes una jerga. Sales al patio, regresas con una cubeta, limpias el piso, enjugas boca y cuerpo. Exprimes, colmas el balde. Piensas: “No cesa”. Solucionas: te duermes.

Lo encontró al borde de la cama, encorvado, con el rostro en dirección al suelo; el manantial de luces, colores e imágenes rebosaron los límites del recipiente y sus pies, inmersos en el cubo, absorbieron todo hasta instalarse otra vez en el cerebro. La náusea volvió, el chorro de sueños cubrió sus piernas y subieron de nuevo a la parte posterior de su cabeza. “Qué ciclo tan extraño”, pensó y, de reojo, le pareció ver la sombra de un águila. “Despierta”, musitó, mientras, los pies continuaron hundidos en el sueño.






                                                                         MDT.  RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                         Febrero de 2009
                                                                         Guaymas, Sonora.

INFIDELIDAD



Me deslizo como un ladrón a media tarde,
acciono la ganzúa del instinto;
sé qué hacer:
Penetrarte por completo hasta rasgarte las entrañas
y con la fuerza del deseo provocar la muerte.
Acuchillo una espalda ausente,
para dejarte malherida entre estertores de placer;
recojo los gemidos,
pájaros de mal agüero,
abro la ventana y los dejo en libertad.
Apuñalo, también, otra espalda
tersa,
compañera,
y de un tajo desangro el corazón.
No sé quién soy:
Si descendiente del Marqués de Sade
o un Ángel Exterminador.






                                                                                 RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                                 20 DE MAYO DE 2010
                                                                                  HERMOSILLO, SONORA.

domingo, 12 de febrero de 2012

CONTEMPORANEIDAD



La penumbra enseña sus colmillos
y ataca la yugular del sol;
el astro se aferra al horizonte,
la oscuridad aprieta sus mandíbulas,
sacude la cabeza,
y la hemorragia de luz
mancha la bóveda celeste.
En el techo de la noche
la evidencia del delito:
Las estrellas.







RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                          11 de septiembre de 2010
                                                Hermosillo, Sonora.

SONETO

                    
                      MUSA


De tus labios el último suspiro,
para siempre la queja de los míos,
la distancia diluye, tu retiro,
la luz de mis ojos aún sombríos.

El viento, suave, las voces acerca
trino pasado de ardientes delirios:
Bosques, luna, mar, estrellas ¿tú cerca?
amoroso lecho en nido de lirios.

En silencio permaneces, distante
del deseo febril que me acompaña,
esclava celestial vuelve a mi vida:

Melancólica, alegre, trashumante;
iracunda, paciente, infiel, huraña;
deseada, sí, pero también temida.





                                                                RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                9 DE FEBRERO DE 2010
                                                                 Hermosillo, Sonora.

jueves, 2 de febrero de 2012


LEYENDO A MARIO

El verso se quedó enredado
en mis pestañas
como señal de luto
y las letras
cayeron
como lágrimas del mundo
hasta el suelo
de mi cuerpo.




IMAGEN

Con el sedal en la mano
y el brillo del mar
metiéndose en tus ojos
como estatua inerme
consumiéndote
ante el sol
pescas
esperanzas
                         muertas.




                                                                 MDT. RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                          (Tomados de “Siempre Señalaré Tus Ojos)
                                                                       Publicación Particular 1994

viernes, 20 de enero de 2012

ARADO DE LUZ

Ensarta tu lengua
campesino
en la conciencia
abre surcos
Siembra
palabras de jade
“Canto y Flor”
clava tu lengua
campesino
en el corazón
y lanza puños de aurora
a los ojos cerrados
para que revienten
claveles y manzanas
del color del sol
riega la tierra
campesino
con “el Divino Licor”
campesino
jardinero
campesino
                       sembrador


ELECCIÓN

En las urnas
de tu rostro
deposito
el mar
por ser espejo
movimiento
       libertad

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En las pálidas
alforjas
de mis sueños
revienta
una manzana
singular
no es la de Adán
y menos la de Eva
es la que buscamos
los jodidos
y locos en la tierra



OJOS NUEVOS

                                  Para Arlén

En el telar
de las pestañas
tejes
tu mirar
con hilos de
claveles rojos
agua
y
sol.    

                                                           MDT. RAMÓN SANTOYO DURÁN

                                                         (Tomados de “Siempre Señalaré Tus Ojos”)
                                                                    Publicación particular 1994