domingo, 27 de mayo de 2012

EL OTRO



Se miró fijamente.
Los ojos se incrustaron en los ojos y formaron una esfera de luz. La sombra se reflejó en la pared como si fuera un sueño, pero el espejo recogió la figura repitiéndola por toda la habitación. El Otro cobró vida, se asomó por la ventana y salió a recorrer el mundo.

El Otro se dio a conocer muy rápido en la comunidad. El Otro habló con los otros: Las palabras se cruzaron en una batalla verbal en donde los términos chocaron, sonaron e iluminaron maravillosamente; la brillantez de pensamiento, la facilidad de palabra y el vaivén de su mirada fueron suficiente para que los otros cayeran en una especie de letargo por la impresión. La neblina, producto del fragor del combate, comenzó a flotar en el ambiente como una almohada repleta de sueños para ellos. El pueblo se durmió. El Otro tomó su botín de guerra, lo metió en su morral y emprendió el camino hacia lugares más poblados.

Llegó a las afueras de la capital; desde un montículo observó la gran actividad de los otros; la ciudad parecía un gran hormiguero en su constante movimiento. El Otro observó detenidamente, estableció estrategias y decidió atacar esa misma tarde. Pensó que lo mejor sería un ataque sin cuartel a las escuelas, después se lanzaría sobre el Palacio de Gobierno y por último tomaría la Plaza de Armas. Apretó su morral, se deslizó por la ladera hasta llegar a una casa abandonada, volvió a hacer cálculos, corrió tres cuadras y se introdujo a la primera escuela.

El Otro se dio cuenta que los niños estaban disfrutando del recreo cuando se vio rodeado y se le quedaron viendo. Abrió la boca, dejo salir las palabras más hermosas del arsenal de su cerebro, con tan certero tino, que a cada pequeño le perforó el corazón. Los niños quedaron tendidos en el patio con una flor de flores en el pecho. Sigilosamente el Otro tomó por asalto la sala de maestros, quienes al ver la acción, respondieron con su más bella artillería. La contienda fue extraordinaria: Las palabras silbaron por todas partes, se estrellaron en las paredes y en el techo; se incrustaron en las mesas y en las sillas donde se atrincheraron los profesores y al estallido de los signos lingüísticos, los fonemas, como esquirlas musicales, se clavaron en los oídos de los defensores dejándolos fuera de combate de inmediato. El Otro observó detenidamente a los derrotados, los movió con la punta del pie y se aseguró de que estuvieran totalmente dormidos. Salió del recinto adormecido por la eufonía de la pelea.

La misma historia se repitió con sorprendente exactitud y los niños, jóvenes y maestros de la ciudad quedaron sumidos en el resplandor de los sueños. El Otro pasó toda la noche en la biblioteca de la última escuela recargando sus armas, se aseguró que el botín estuviera en su lugar y preparó cuidadosamente el ataque al Palacio de los Poderes.

A la mañana siguiente, el Otro enfiló con alegría hacia su objetivo y, en rápida maniobra, sorprendió a las fuerzas defensivas de los otros, quienes se percataron del asalto, hasta que en el patio central los ciudadanos quedaron regados en el piso tintos en su propio sueño; la potencia de la voz, la carga semántica de los vocablos acompañados de expresiones y susurros de baja intensidad mataron los primeros insomnios. En fracción de segundos subió las escaleras disparando a quemarropa, tan rápido, que los otros sólo percibían el tableteo de las palabras y, después, el significado en el cerebro provocándoles el sueño de inmediato. El Otro libró una lucha vocablo a vocablo con los otros hasta que los fue doblando, poco a poco, y los dejó colgados en sus propios huesos soñando para siempre. El Mayor de los otros, totalmente adormecido, trató de defenderse amartillando su lengua, pero sólo articuló un chasquido y cayó de bruces sobre el escritorio roncando estrepitosamente. El Otro abrió el morral, introdujo el botín, lo cerró para que no escapara y comenzó a bajar las escaleras; eran tan profundas sus heridas, que los escalones quedaron iluminados por gotas de sueños y, en cada rellano, pequeñas charcas marcaron su camino.

Cuando salió, el sol parecía prendido en el pararrayos de la iglesia, entonces se dio cuenta de las horas que había pasado dentro del palacio y decidió descansar un rato. Se sentó en un viejo tocón y contempló cómo el oro se partió en dos y, luego, se desvaneció hecho polvo entre los árboles de la Plaza de Armas. La penumbra se abrió paso y en los ojos del Otro cayó la noche; las primeras estrellas se reflejaron en la luna negra de sus pupilas y le dieron fuerza para levantarse. Caminó una cuadra y subió hasta llegar al centro de la plaza en donde el asta, como un enorme lápiz, tachonaba el cielo. El silencio era absoluto; el Otro pronunció una palabra de cuatro fonemas, la tomó con la mano izquierda, la ató a la cuerda y empezó a subirla hasta que llegó al tope y, ahí, dejó que el viento la meciera en todo lo alto como una radiante señal de triunfo. Desde arriba, sólo se veía el rastro de sueños que dejó.

El Otro contempló la noche; la imagen de la victoria iluminó la oscuridad de sus ojos y las estrellas, como signos de puntuación, ordenaron sus pensamientos. Las huellas de los sueños le indicaron el camino y bajó por la fulgurante vereda hasta llegar a los límites de la capital. El Otro se balanceaba sobre su propio eje producto de las sonoras ojivas de sus enemigos y empezaba a recibir en su cerebro, intermitentemente, sueños de todos tipos. Se dormía por instantes y, luego, despertaba; los sueños se engarzaron con la realidad y, en esa contradicción, fue armando su propia historia.

Después de noches y días de lucha llegó a las afueras del pueblo que lo vio partir; el sueño de los habitantes estaba por todas partes. El Otro sintió el impacto en pleno rostro y comenzó a sentirse sin fuerzas para seguir. Como pudo llegó a su casa, se metió por la ventana y cayó de espaldas formando una cruz sobre la cama. Empezó a hablar en voz baja, el diálogo consigo mismo cobró fuerza y escenas de su vida aparecieron proyectadas en el techo de la habitación. El monólogo se hizo más intenso, de pronto, los ojos de Él irrumpieron a mirada calada en sus silencios causando estragos en su soliloquio. El Otro siguió hablándose hasta que el sueño se fue metiendo en sus entrañas y quedó soñando eternamente. No escribió la nota acostumbrada en estos casos sólo mantuvo su mano izquierda aferrada a la bolsa de sus victorias.

Él contempló el final, se acercó al lecho y con el dedo índice y pulgar de la mano derecha le abrió los ojos, tomó el morral con la mano izquierda, revisó el contenido, lo colgó en su hombro y salió por la puerta a conquistar el mundo.






                                                                             RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                              Diciembre de 2004
                                                                              Guaymas, Sonora.