viernes, 3 de agosto de 2012

EL PERIÓDICO


El tío Ramón se levantaba a las cinco de la mañana, preparaba café y se disponía a esperar al muchacho que entregaba el periódico. Con él en la mano se encaminaba a su sillón preferido y no se movía de allí hasta que la tía Alicia lo llamaba para comer. Después salía a la cochera y recogía la edición vespertina del Universal, volvía a su sillón, se arrellanaba en él y continuaba tejiendo sus ideas con el hilo de las grafías y la aguja de su mirada. Sólo dejaba de leer hasta que la noche entraba por la ventana y arropaba las pequeñas niñas de sus ojos. La tía no soportaba esta rutina, las pocas veces que conversaban, por lo regular a la hora de tomar los alimentos, la fuerte voz del tío llenaba la cocina de acontecimientos y opiniones; el mundo caía desgajado sobre el mantel y su análisis era la sobremesa. La tía era la imagen del silencio porque Ramón Santiago, que así se llamaba el tío, sólo la usaba como caja de resonancia para sus alocuciones. La tía Alicia no articulaba palabra alguna, solamente se concretaba a mirar las verdes pupilas de su esposo.

La tía desarrollaba sus labores con la mirada hacia dentro y el quehacer de la casa no era suficiente para extraerla, a tal grado, que el tío la sorprendió lanzando tortillas calientes por la ventana en lugar de colocarlas en la cesta de bejuco adecuada para éstas. Las carcajadas de su marido la hicieron llorar varios días hasta que la tristeza sufrió su metamorfosis y el rencor aleteó sobre la humanidad de Ramón Santiago. Comenzó a manifestar a través del lenguaje corporal primero y después en sus dislates, una recalcitrante animadversión hacia el tío que trataba de disminuir rezando el rosario. Dado el grave estado anímico asociaba el instrumento de oración con el ancho cuello de su consorte.

Para el tío Ramón lo único importante era leer el periódico, las extrañas actitudes de su esposa no lo inquietaban, al contrario, reía cuando hacía muecas a la hora de servir la mesa y el rosario zumbaba entre sus dedos; era tan fuerte la fricción, que a veces, las cuentas caían en la sopa del tío quien se limitaba a sacarlas con la punta de la cuchara y no externaba reclamo alguno porque la presencia de ella era solamente física. La inestabilidad emocional de la tía Alicia se fue deteriorando hasta que en sus ojos asomó la demencia y un velo opaco cubrió sus pupilas.

Ramón Santiago seguía leyendo compulsivamente, pero como no tenía quién lo escuchara, empezó a platicar con los editorialistas del periódico. Al inicio, la conversación era prudente, respetuosa, pero al pasar los días los desacuerdos se agudizaron y las discusiones derivaron en la violencia; el tío terminaba vociferando y el diario descuartizado sobre el piso. El encono duraba horas hasta que en la noche sus párpados, como telones de piel, atenuaban la tortura. Los vecinos pensaban que don Ramón había enloquecido porque sólo lo veían salir por el periódico, y en cuanto entraba a su casa, comenzaba a levantar la voz; ya no escuchaban los rezongos de doña Alicia y su figura no la habían vuelto a ver en el exterior de la vivienda. Intuían algo grave porque la rutina no era la misma y un raro olor escapaba por las ventanas.

La tía dejó de preparar los alimentos nueve días atrás. La cocina estaba repleta de trastes sucios y la inmundicia crecía sin ningún control; lo único limpio era el banquito en donde se sentaba a manipular su rosario, no para contar sus oraciones, sino que lo abría y cerraba como si quisiera aprisionar la causa de su desgracia. En un instante observaba el cuello de Ramón Santiago estirándose, retadoramente, ante un interlocutor imaginario; en otro, los ojos volvían a su periplo interior y el rostro se petrificaba. El tío permanecía sentado en el desvencijado sillón la mayor parte del tiempo, sólo se ponía de pie cuando el argumento del periodista lo provocaba para una fuerte polémica; si esto sucedía el tío Ramón saltaba de su asiento, inclinaba el torso y con el puño golpeaba el aire como si quisiera romper la cara y con ella las ideas de su adversario. Los reveses de los articulistas abrieron serias grietas en el cerebro del tío, las neuronas comenzaron a unirse y el chisporroteo de luces apagó su razonamiento. La cocina y la sala eran el escenario de tan grotescas acciones porque el resto de la casa había desaparecido para ellos.

Fueron los vecinos los que descubrieron que don Ramón estaba muerto. Lo habían visto por la ventana de la sala casi acostado sobre el sillón, con los ojos saltones, la boca bien abierta, la lengua hacia fuera y las manos crispadas en el periódico; la pierna izquierda estaba doblada para atrás tocando el sillón y la derecha estirada en línea recta apuntando a la cocina. El murmullo se elevó, se sacudió en el aire y la noticia cayó sobre los habitantes de la colonia y convirtió la casa de los ancianos en un inmenso panal. La gente diseminó el rumor, calle por calle, hasta que llegó a la estación central de la policía en donde se enteraron de la extraña muerte de don Ramón y que presentaba marcas en el cuello como si fuera una fina cadena la que le quitó la respiración para siempre.

Los peritos llegaron al lugar de los hechos para registrarlo; el zumbido de los curiosos al hacer sus comentarios era ensordecedor y se movían de una ventana a otra como un enjambre. El responsable de la investigación ordenó  retirar de inmediato a todos e iniciar la meticulosa labor. Los agentes recorrieron las habitaciones en busca de detalles que iluminaran la oscuridad del caso; pero a pesar de sus esfuerzos sólo encontraron la presencia física de la tía Alicia, el cadáver del tío Ramón y cuentas de rosario por todos lados. La cruz brillaba muy cerca del pie derecho de Ramón Santiago.

Cuando el detective en jefe estuvo frente a la tía le pareció ver, a través de dos fríos escaparates la silueta del homicida; le habló al oído, luego más fuerte y al final preguntó a gritos por qué lo había matado. La tía Alicia deglutió como si quisiera mantener la conciencia atada a sus entrañas, pero ésta comenzó a subir hasta que apareció en sus ojos convertida en agua; limpió su rostro, levantó la cabeza y una severa mirada le constriñó el alma. Loya  preguntó de nuevo y, la respuesta cargada de locura, se estrelló en la lógica del comandante que volvió a percibir imágenes increíbles en los húmedos cristales de doña Alicia; pero éstas fueron desapareciendo, junto con la razón, en los pequeños resumideros de sus ojos.

El investigador reunió a sus hombres y les contó la confesión de la tía en el momento de lucidez:

“La discusión fue terrible, los golpes demoledores de Ramón Santiago destrozaban las ideas de los periodistas, y en lo más violento de la pelea, las líneas negras del periódico se deslizaron como serpientes formando una cadena, se enredó en el cuello del tío y se fue apretando hasta dejarlo sin aliento. La tía Alicia asegura que fueron los editorialistas los asesinos de su marido y que el rosario se rompió cuando el tío suplicaba que lo defendiera”.

Los subalternos rieron hasta el dolor, se tocaban el abdomen y se inclinaban como si hicieran reverencias ante lo inverosímil, pero al ver el rictus de su jefe, transformaron rápidamente la burla en seriedad. El comandante Loya dio unos pasos, rodeó la cruz, desenredó el diario de la mano del tío y lo hojeó buscando algún indicio. En la página central, detuvo su mirada, sus manos se paralizaron y el blanco total eliminó la duda. Con lentitud, giró el periódico hacia los subordinados que, al verlo, abrieron la boca sorprendidos.












                                                                                 RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                                  Mayo de 2005
                                                                                  Guaymas, Sonora.