Los golpes que le
propinaron en la infancia fueron determinantes. Lo más cabrón fue que nunca
supo por qué lo castigaron. Siempre habló del temor que paralizaba todas sus
acciones pero, no sabía de dónde venía el miedo. Con la mirada y el sentido del
gusto chapoteando en el café mañanero se le vinieron recuerdos de la niñez:
amarga, pero en el fondo, el aroma exquisito de los bellos momentos. Color y
nota de la bebida matizaron la remembranza: golpes, castigos, falta de cariño y
algunos destellos de alegría flotaban casi en el borde de la taza. Dio un sorbo
y sintió cómo el pasado se le atoró en la garganta. Deglutió y, la tantita
alegría que nadaba en el negro líquido, se escurrió por el esófago hasta
perderse en las entrañas. Lo demás, se quedó ahí, ahogándolo.
El olor a café los guio hasta su cadáver.