viernes, 27 de abril de 2012

A DOS VOCES

                            A Eustaquio Celestino

Abierto el corazón por la garra del jaguar
tensa la lengua
el quetzal madura su voz;
grita en el árbol de la vida
y su larga nota cuelga,
como fruto prohibido,
en el calendario azteca.                

Mi voz  asciende por su canto
serpiente etérea,
muerde los quiebres del quetzal
y se deshace;
mi voz, aliento en pena,
en el  verde plumaje del fantasma.

En el templo mayor
el quetzal arrastra su cadencia
y su canción se diluye con el viento;
mi voz,
lamento y sombra,
desaparece.
    
Dos voces,
un solo canto:
El silencio
                                                               

                                                                           RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                            24 de abril de 2012
                                                                            Hermosillo, S

jueves, 5 de abril de 2012

SUEÑO DE MEDIODÍA

Introduje la llave en la cerradura, le di dos vueltas y la puerta se abrió de un solo golpe. El sol reventó en mis pupilas y las astillas de luz se clavaron en la oscuridad de la sala. De reojo, vi cuando una de ellas se estrelló en el retrato de Arlén y, en ese momento, caí en cuenta que me observaba; fue como si el sol de mediodía hubiera encendido sus enormes ojos, que como teas, contagiaron el fuego a la vieja leña de mis recuerdos. Cerré la puerta, me paré frente a la fulgurante imagen y los troncos se apilaron hasta conformar una prodigiosa hoguera, donde lenguas de fuego, paladearon el sabor de la nostalgia. Los recuerdos crepitaron, se retorcieron y los rescoldos se acumularon en las diminutas alforjas de mis ojos.

El calor de las brasas inició el incendio: las pupilas, las córneas, las pestañas, las cejas, el pelo se fueron quemando poco a poco y, el aire de la tarde, hizo que las pavesas brincaran a otros puntos de la sala. El fuego se extendió al comedor, a la cocina, al baño y a las tres recámaras; se concentró en el closet, donde dormían los objetos personales que Arlén dejó. El pequeño lugar estalló en llamas y los vestidos, zapatos, almohadas, collares, cocos e indumentaria hawaiana se evaporaron convirtiéndose en pequeñas nubes.

La lluvia apareció. Los relámpagos iluminaron la celda de la melancolía; los truenos reventaron las bolsitas repletas de líquido y comenzó el diluvio. El agua bajó por las paredes, corrió por el piso, rodó por los restos de la casa buscando una salida y se escurrió por puertas y ventanas; saltó al jardín, acarició a las calcinadas flores y se fue por calles y avenidas inundándolo todo. Los transeúntes que a esa hora recorrían la ciudad no se asustaron, al contrario, comenzaron a chapotear y a mojarse unos con otros hasta que percibieron una extraña sensación de desconsuelo y sintieron ganas de llorar. Lloraron toda la tarde y aumentó tanto el nivel del agua, que pronto se dieron cuenta que se estaban ahogando. Nadaron tan fuerte que los hilos de agua se enredaron en sus cuerpos, entonces, el río los cargó sobre su espalda y los arrojó al mar. El agua se mezcló con el agua sin diferencia alguna y los fardos, anudados por la crecida, se incrustaron como semillas entre los surcos del océano.

El sol calentó la líquida parcela, haló de los cabellos al vapor de la nostalgia y, con ígneo golpe, la convirtió en enormes nubes que originaron la tormenta; el viento movió la melancolía de un lado a otro y llovió sobre la lluvia hasta que la simiente abrió su coraza y germinó la tristeza.

La ciudad se convirtió en el fruto; desde lo alto de los cerros se veía como una inmensa flor metálica que, al desaparecer la lluvia, quedó como un ojo de muerto mirando el atardecer. El ojo vio mis ojos y mis ojos miraron los de Arlén.

La ciudad se convirtió en cristal.








                                                                                RAMÓN SANTOYO DURÁN
                                                                                Noviembre de 2003
                                                                                Guaymas, Sonora.